Historia de Almagro

viernes, 16 de julio de 2010

Los arrieros transitaban, como siempre, la huella que los llevaría al matadero. Escarcha, frío y viento; sol, calor y humedad; yendo al alba y volviendo al amanecer. Pisando bosta, esquivando la osamenta, el ganado iba en busca de su inquisidor. Desde Medrano y Castro Barros, siempre por la huella, con destino al matadero de Miserere. A ambos lados del camino el fértil verde de las quintas se perdía en el horizonte. La tranquilidad de la naturaleza solo se veía interrumpida cuando los vecinos concurrían a misa en la esquina de Victoria y Massa, donde se erigía la católica edificación de la capilla San Carlos o cuando en invierno alguna carreta quedaba varada en el barro.

Así pasaron los años hasta llegado el 1857, cuando un monstruo de acero inglés osó romper la quietud del lugar y comenzó a cumplir una rutina que duraría siglos. El Ferrocarril Oeste decidió parar en las tierras que Julián Almagro había comprado 18 años atras. Periódicamente la enorme máquina descansaba unos instantes en la estación de Lezica y Ángel Peluffo, para luego continuar con su habitual recorrido. La llamada estación Almagro funcionó por tres décadas en la celebre esquina.

Los vascos copaban el lugar en sus quintas comunitarias, tambos, campos de frutales, tierras de labranzas y corrales de hacienda. Más tarde los italianos llegaron en masa y de a poco lo que fueron 18 desoladas hectáreas, se transformaron en un populoso (para la época) y humilde barrio porteño de casi 45 mil habitantes.

Para finales del siglo XVIII las noches ya no eran tan oscuras, 150 faroles iluminaban la zona y permitían que los guapos porteños se adueñen del lugar tras el atardecer. El tranvía ya recorría Rivadavia y en la intersección de ésta con Medrano, en torno a la confitería Las Violetas, se centraba la vida social de una floreciente Buenos Aires.